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viernes, 3 de febrero de 2012

Leer nos cambia el cerebro... más de lo que creemos.


Por: Sergio Parra 
Tomado  de  internet.

Corre por ahí el bulo de que leer 
no es para tanto. Que ya existe la 
televisión, que vivimos en un mundo audiovisual, y que por tanto la 
lectura es una actividad como cualquier otra, 
casi un hobbie, algo marginal que irá retrocediendo con el tiempo. Pero no es así.
La lectura de libros o de textos que requieran 
concentración y tiempo nos permite llegar a 
lugares a los que otras tecnologías tienen 
vedado el paso. No sólo se profundiza en 
asuntos complejos sino incluso en emociones complejas.
Una buena prueba de ello es cómo piensa 
un lector respecto a un analfabeto. Los cerebros lectores entienden de otra manera 
el lenguaje, procesan de manera diferente 
las señales visuales; incluso razonan y 
forman los recuerdos de otra manera, tal y 
como señala la psicóloga mexicana Feggy 
Ostrosky-Solís.
Los cerebros de los lectores incluso difieren entre sí según qué lecturas tengan por 
bagaje. Y no sólo estoy hablando de leer 
Dostoievski o Pablo Coelho, sino que influye 
incluso el idioma en el que leemos.
Los lectores de inglés, por ejemplo, elaboran más las áreas del cerebro asociadas 
con descifrar las formas visuales que los 
lectores en lengua italiana. Según se cree, 
la diferencia radica en el hecho de que las 
palabras inglesas presentan con más frecuencia una forma que no hace evidente 
la pronunciación. ¿No habéis visto en las 
películas que a menudo las personas deben deletrear su nombre para que la otra 
persona sepa cómo se escribe? Por el contrario, las palabras italianas, así como las 
españolas, suelen escribirse exactamente 
como se pronuncian.
Por esa razón, también, los vocabularios de 
las culturas que aprendían a leer incrementaban sus recursos lingüísticos. Por ejemplo, 
el vocabulario inglés, limitado a unos pocos 
miles de palabras, se amplió hasta más de un 
millón con la proliferación de los libros.
Pero ¿qué pasa exactamente, en tiempo 
real, en el cerebro de una persona que lee 
y entiende lo que lee, a diferencia de una 
persona que simplemente mira las imágenes 
en una pantalla o escucha las palabras de 
un cuentista?
En 2009, la revista Psychological Science 
publicó un estudio al respecto, llevado a cabo 
en el Laboratorio de Cognición Dinámica de 
la Universidad de Washington, cuya principal 
investigadora fue Nicole Speer: 
Los lectores simulan mentalmente cada 
nueva situación que se encuentran en una 
narración. Los detalles de las acciones y 
sensaciones registrados en el texto se integran en el conocimiento personal de las 
experiencias pasadas. Las regiones del cerebro que se activan a menudo son similares 
a las que se activan cuando la gente realiza, 
imagina u observa actividades similares en 
el mundo real.
Y todo esto es así porque leer es una actividad muy poco natural. Imaginaos: ¿acaso 
nuestros antepasados podían concebir permanecer sentados durante mucho tiempo, 
sin moverse, con la vista fija en un punto 
estático en la que no está pasando nada? 
Es decir: mirando pulpa de árbol prensada 
manchada con lo que parecen insectos 
aplastados. Más que un ser humano eso 
parecería una estatua. Un observador analfabeto no entendería qué mira tanto esa 
criatura porque todo pasa en su cabeza. De 
algún modo, el humano lector es casi una 
nueva especie.
El estado natural del cerebro humano, así 
como el de la mayoría de los primates, tiende a la distracción. Basta con que aparezca 
cualquier estímulo interesante, y nuestro 
cerebro sentirá interés por él, olvidándose 
de lo que estaba haciendo. Sin embargo, 
leer un libro requiere de una capacidad de 
concentración intensa durante un largo período de tiempo.
Esta tendencia a distraernos con nuevos estímulos, según la psicología evolutiva, tiene 
mucho sentido. Nuestros ancestros debían 
tener cerebros hambrientos de novedades 
y dispuestos a captar cualquier irregularidad: los objetos estacionarios o invariables 
forman parte del paisaje y mayormente no 
se perciben. Los ancestros que no tenían 
esta capacidad, seguramente tenían mayor 
probabilidad de morir (por ejemplo, un depredador que acecha) o menor probabilidad de 
fijarse en una oportunidad (por ejemplo, una 
fuente cercana de alimentos, lo cual también 
se traducía en una muerte prematura). Y un 
ancestro muerto es un ancestro que no se 
reproduce y que no deja en herencia a su 
prole sus genes, es decir, rasgos como un 
cerebro que no tiende a la distracción.
Todos los que en el pasado tenían cerebros predispuestos para la concentración 
y la linealidad, por tanto, se extinguieron. 
Nosotros somos descendientes de no lectores. Compartimos sus vetas genéticas. Tal 
y como señala Nicholas Carr:
Leer un libro significaba practicar un proceso antinatural de pensamiento que exigía atención sostenida,   ininter rumpida, 
a un solo objeto estático. Exigía que los 
lectores se situaran en lo que el T. S. Eliot 
de los Cuatro cuartetos llamaba “punto de 
quietud en un mundo que gira”. Tuvieron 
que entrenar su cerebro para que hiciese 
caso omiso de todo cuanto sucedía a su 
alrededor, resistir la tentación de permitir 
que su enfoque pasara de una señal sensorial a otra. Tuvieron que forjar o reforzar 
los enlaces neuronales necesarios para 
contrarrestar su distracción instintiva, aplicando un mayor “control de arriba abajo” 
sobre su atención. “La capacidad de concentrarse en una sola tarea relativamente 
sin interrupciones”, escribe Vaughan Bell, 
psicólogo del King´s College de Londres, 
representa “una anomalía en la historia de 
nuestro desarrollo psicológico.
Los libros son el equivalente intelectual de 
los antibióticos, los aditivos o el aire acondicionado. Son una tecnología capaz de diluir 
un poco más nuestra humanidad de serie y 
moldear nuestro cerebro para alcanzar fines 
que hace apenas unos siglos eran inalcanzables. Son una tecnología diferente a Internet, 
la televisión o el teléfono móvil, así que vale 
la pena que no la perdamos.
Ni que decir tiene que mucha gente había 
cultivado una capacidad de atención sostenida mucho antes de que llegara el libro 
e incluso el alfabeto. El cazador, el artesano, el asceta, todos tenían que entrenar 
su cerebro para controlar y concentrar su 
atención. Lo notable respecto de la lectura 
de libros es que en esta tarea la concentración profunda se combinaba con un desciframiento del texto e interpretación de su 
significado que implicaban una actividad y 
una eficiencia de orden mental muy considerables. La lectura de una secuencia de 
páginas impresas era valiosa no sólo por 
el conocimiento que los lectores adquirían 
a través de las palabras del autor, sino por 
la forma en que esas palabras activaban 
vibraciones  intelectuales dent ro de sus 
propias mentes.
Así, lectores del mundo, antinaturales todos, 
si pensáis más profundamente es porque 
leéis más profundamente. Porque, en ocasiones, ser antinatural es lo más de lo más.

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