Por: Sergio Parra
Tomado de internet.
Corre por ahí el bulo de que leer
no es para tanto. Que ya existe la
televisión, que vivimos en un mundo audiovisual, y que por tanto la
lectura es una actividad como cualquier otra,
casi un hobbie, algo marginal que irá retrocediendo con el tiempo. Pero no es así.
La lectura de libros o de textos que requieran
concentración y tiempo nos permite llegar a
lugares a los que otras tecnologías tienen
vedado el paso. No sólo se profundiza en
asuntos complejos sino incluso en emociones complejas.
Una buena prueba de ello es cómo piensa
un lector respecto a un analfabeto. Los cerebros lectores entienden de otra manera
el lenguaje, procesan de manera diferente
las señales visuales; incluso razonan y
forman los recuerdos de otra manera, tal y
como señala la psicóloga mexicana Feggy
Ostrosky-Solís.
Los cerebros de los lectores incluso difieren entre sí según qué lecturas tengan por
bagaje. Y no sólo estoy hablando de leer
Dostoievski o Pablo Coelho, sino que influye
incluso el idioma en el que leemos.
Los lectores de inglés, por ejemplo, elaboran más las áreas del cerebro asociadas
con descifrar las formas visuales que los
lectores en lengua italiana. Según se cree,
la diferencia radica en el hecho de que las
palabras inglesas presentan con más frecuencia una forma que no hace evidente
la pronunciación. ¿No habéis visto en las
películas que a menudo las personas deben deletrear su nombre para que la otra
persona sepa cómo se escribe? Por el contrario, las palabras italianas, así como las
españolas, suelen escribirse exactamente
como se pronuncian.
Por esa razón, también, los vocabularios de
las culturas que aprendían a leer incrementaban sus recursos lingüísticos. Por ejemplo,
el vocabulario inglés, limitado a unos pocos
miles de palabras, se amplió hasta más de un
millón con la proliferación de los libros.
Pero ¿qué pasa exactamente, en tiempo
real, en el cerebro de una persona que lee
y entiende lo que lee, a diferencia de una
persona que simplemente mira las imágenes
en una pantalla o escucha las palabras de
un cuentista?
En 2009, la revista Psychological Science
publicó un estudio al respecto, llevado a cabo
en el Laboratorio de Cognición Dinámica de
la Universidad de Washington, cuya principal
investigadora fue Nicole Speer:
Los lectores simulan mentalmente cada
nueva situación que se encuentran en una
narración. Los detalles de las acciones y
sensaciones registrados en el texto se integran en el conocimiento personal de las
experiencias pasadas. Las regiones del cerebro que se activan a menudo son similares
a las que se activan cuando la gente realiza,
imagina u observa actividades similares en
el mundo real.
Y todo esto es así porque leer es una actividad muy poco natural. Imaginaos: ¿acaso
nuestros antepasados podían concebir permanecer sentados durante mucho tiempo,
sin moverse, con la vista fija en un punto
estático en la que no está pasando nada?
Es decir: mirando pulpa de árbol prensada
manchada con lo que parecen insectos
aplastados. Más que un ser humano eso
parecería una estatua. Un observador analfabeto no entendería qué mira tanto esa
criatura porque todo pasa en su cabeza. De
algún modo, el humano lector es casi una
nueva especie.
El estado natural del cerebro humano, así
como el de la mayoría de los primates, tiende a la distracción. Basta con que aparezca
cualquier estímulo interesante, y nuestro
cerebro sentirá interés por él, olvidándose
de lo que estaba haciendo. Sin embargo,
leer un libro requiere de una capacidad de
concentración intensa durante un largo período de tiempo.
Esta tendencia a distraernos con nuevos estímulos, según la psicología evolutiva, tiene
mucho sentido. Nuestros ancestros debían
tener cerebros hambrientos de novedades
y dispuestos a captar cualquier irregularidad: los objetos estacionarios o invariables
forman parte del paisaje y mayormente no
se perciben. Los ancestros que no tenían
esta capacidad, seguramente tenían mayor
probabilidad de morir (por ejemplo, un depredador que acecha) o menor probabilidad de
fijarse en una oportunidad (por ejemplo, una
fuente cercana de alimentos, lo cual también
se traducía en una muerte prematura). Y un
ancestro muerto es un ancestro que no se
reproduce y que no deja en herencia a su
prole sus genes, es decir, rasgos como un
cerebro que no tiende a la distracción.
Todos los que en el pasado tenían cerebros predispuestos para la concentración
y la linealidad, por tanto, se extinguieron.
Nosotros somos descendientes de no lectores. Compartimos sus vetas genéticas. Tal
y como señala Nicholas Carr:
Leer un libro significaba practicar un proceso antinatural de pensamiento que exigía atención sostenida, ininter rumpida,
a un solo objeto estático. Exigía que los
lectores se situaran en lo que el T. S. Eliot
de los Cuatro cuartetos llamaba “punto de
quietud en un mundo que gira”. Tuvieron
que entrenar su cerebro para que hiciese
caso omiso de todo cuanto sucedía a su
alrededor, resistir la tentación de permitir
que su enfoque pasara de una señal sensorial a otra. Tuvieron que forjar o reforzar
los enlaces neuronales necesarios para
contrarrestar su distracción instintiva, aplicando un mayor “control de arriba abajo”
sobre su atención. “La capacidad de concentrarse en una sola tarea relativamente
sin interrupciones”, escribe Vaughan Bell,
psicólogo del King´s College de Londres,
representa “una anomalía en la historia de
nuestro desarrollo psicológico.
Los libros son el equivalente intelectual de
los antibióticos, los aditivos o el aire acondicionado. Son una tecnología capaz de diluir
un poco más nuestra humanidad de serie y
moldear nuestro cerebro para alcanzar fines
que hace apenas unos siglos eran inalcanzables. Son una tecnología diferente a Internet,
la televisión o el teléfono móvil, así que vale
la pena que no la perdamos.
Ni que decir tiene que mucha gente había
cultivado una capacidad de atención sostenida mucho antes de que llegara el libro
e incluso el alfabeto. El cazador, el artesano, el asceta, todos tenían que entrenar
su cerebro para controlar y concentrar su
atención. Lo notable respecto de la lectura
de libros es que en esta tarea la concentración profunda se combinaba con un desciframiento del texto e interpretación de su
significado que implicaban una actividad y
una eficiencia de orden mental muy considerables. La lectura de una secuencia de
páginas impresas era valiosa no sólo por
el conocimiento que los lectores adquirían
a través de las palabras del autor, sino por
la forma en que esas palabras activaban
vibraciones intelectuales dent ro de sus
propias mentes.
Así, lectores del mundo, antinaturales todos,
si pensáis más profundamente es porque
leéis más profundamente. Porque, en ocasiones, ser antinatural es lo más de lo más.
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